Por: William Ospina
Tomado de El Espectador, 31 de enero de 2015
http://www.elespectador.com/opinion/pereceras-tus-virtudes-1-columna-541254
Las cáscaras de frutas, los desechos orgánicos, los trozos de madera y
cristal, las limaduras de la piedra, los cadáveres de aves y de
hombres, todas esas cosas saben volver al ciclo de la naturaleza. En la
segunda mitad del siglo XIX, Walt Whitman celebró, en su admirable poema
“Este estiércol”, la capacidad de la tierra de recibir miasmas y
descomposiciones, y convertirlas de nuevo en frutas y en flores.
Pero
justo en los tiempos en que Whitman entonaba ese salmo entusiasta a la
capacidad de la naturaleza de recoger y renovar la materia viviente,
había comenzado ya la época más peligrosa que la humanidad haya vivido:
la era industrial, cuya principal característica es la de producir cosas
que no vuelven al ciclo de la naturaleza.
Así como hubo una edad
de Piedra, una edad de Bronce, una edad de Oro o una edad de Papel, como
lo propuso Stanislas Lem en su libro Ciberiada, podríamos decir que
ahora, por primera vez en la historia, y de una manera creciente,
vivimos en una edad de Basura.
Los plásticos, las sustancias
químicas derivadas de la industria, las emisiones masivas de gases
tóxicos y de gases de efecto invernadero, los desechos industriales de
detergentes y materias no biodegradables, no se reintegran o tardan
mucho tiempo en descomponerse y volver a los ciclos de la vida.
París
olía mal en la Edad Media, en las ciudades de Italia llovían a las
calles líquidos pestilentes, en todas partes se quemaban maderas y
carbones, pero nunca esas intervenciones humanas tuvieron la magnitud y
la capacidad de alterar el entorno, de modificar seriamente el
equilibrio terrestre.
El más grande peligro lo representaron los
volcanes, como el Krakatoa, que a finales del siglo XIX arrojó 20
kilómetros cúbicos de vapores que lograron modificar el clima de algunas
regiones, o como el terrible monte Tambora, que en 1815 arrojó 180
kilómetros cúbicos de azufre, cenizas y cristales al aire planetario,
una nube que ennegreció el cielo sobre Indochina y Australia, y que al
extenderse por el hemisferio norte impidió la llegada del siguiente
verano.
Pero esos inviernos volcánicos eran poca cosa al lado de
los inviernos y veranos que nos esperan, si algo más peligroso que los
volcanes, la incesante labor de la industria, termina de alterar
irreparablemente el clima del planeta. No se trata de pesimismo, ni de
una alarma apocalíptica, como les gusta exclamar a los irresponsables;
se trata de un peligro inminente, y los verdaderos optimistas somos los
que todavía creemos que es posible detener esta carrera de estupidez y
de sinrazón disfrazada de progreso y de racionalidad.
Hace 20 años
publiqué un libro: Es tarde para el hombre, hecho más de intuiciones y
presentimientos que de pruebas estadísticas, señalando cómo la sociedad
del lucro, una noción equivocada del progreso, la transformación de
todas las cosas en mercancías, el auge de la publicidad vendiendo un
absurdo e inalcanzable modelo de derroche y opulencia, el crecimiento de
las ciudades y la proliferación de basura industrial nos enfrentan al
riesgo del fracaso de nuestro modelo de vida.
Ahora un documental
que todos deberíamos ver: Home, filmado en 50 países, que ya ha sido
visto por 500 millones de personas en todo el mundo y que ha sido
traducido a 40 idiomas y difundido en más de 130 países, convierte en
evidencias dramáticas esas cosas que yo advertía, y abunda en los datos
estadísticos que entonces no podía dar a los diligentes contradictores
que salieron a refutar, mes tras mes, durante varios años, los temores y
las advertencias que había formulado en mi libro.
¿Es verdad que
vivimos en un planeta en peligro? ¿Es verdad que se está derritiendo
aceleradamente el hielo del Ártico? ¿Es verdad que se está calentando de
un modo amenazante la atmósfera? ¿Es verdad que el derretimiento del
permafrost de Siberia podría dejar escapar enormes depósitos de metano
que desencadenarían procesos de calentamiento aún más severos? ¿Es
verdad que estamos a las puertas de una escasez de agua de proporciones
dramáticas? ¿Es verdad que los lechos de los océanos empiezan a estar
saturados de desechos industriales? ¿Puede de verdad una sola especie
producir efectos tan vastos sobre un planeta tan inmenso y alterar de un
modo peligroso los equilibrios que hacen posible la vida?
De
algún modo relieva la importancia de nuestra especie el que sea capaz de
producir un desequilibrio a niveles cósmicos. Más aún si se advierte
que lo que causa estas conmociones no es nuestra ignorancia sino nuestro
conocimiento, no es ni mucho menos nuestra inactividad sino nuestra
industria. Holderlin dijo que estamos llenos de méritos, pero que el ser
humano no habita el mundo por sus méritos sino por la poesía. Y fue
Nietzsche quien dijo que estamos llenos de virtudes, pero que
pereceremos a causa de ellas.
Con cuánta alegría recibió la
humanidad hace dos siglos las promesas del progreso, los halagos del
confort, las bengalas de la sociedad del bienestar. ¿A quién no le gustó
que tuviéramos limpias las casas, sin malezas los prados, sin plagas
los campos, libres de pestes los cultivos, provistos los hogares de
desinfectantes, de desmanchadores y de ambientadores?
El mundo se
fue llenando de agroquímicos, de pesticidas, de perfumes sintéticos, de
jabones, de detergentes, de plásticos, de máquinas, de artefactos
tecnológicos, y la supremacía humana demostró que habíamos llevado
nuestra ambición prometeica hasta casi conquistar poderes divinos.
Ahora todas esas cosas empiezan a volverse contra nosotros.